Destrucción creativa y mortalidad empresarial
Durante la primera mitad del siglo XX, vivió un economista ampliamente reconocido hasta hoy como una eminencia en este campo, Joseph Alois Schumpeter. Este, entre las muchas teorías que desarrolló, acuñó una especialmente ingeniosa y representativa de la realidad de la economía occidental, conocida como la “destrucción creativa”.
Este término viene a significar que, con el paso del tiempo, aquellas empresas poco creativas o competitivas, van a terminar por ser sustituidas por otras que sí son capaces de innovar y adaptarse en el tiempo. Dicho de otra forma, la destrucción creativa recoge que, al igual que cuando florecen las plantas en un campo quemado, de la quiebra de una empresa, surge otra que hace el mismo trabajo pero mejor, gracias a nuevas ideas y formas de proceder.
La realidad es tozuda
En la parcela empresarial, la destrucción creativa es una constante que, sin ánimo de ahondar en los dramas de las empresas que se quedan por el camino, en el último siglo ha servido para generar la época de mayor prosperidad de la historia. Esto ha venido empujado por las ganas de mejorar, de aportar nuevas soluciones o de alcanzar metas que previamente se pensó que eran inalcanzables.
El pero es que al proceso creativo le precede el destructivo. Sectores específicos que desaparecen por la llegada de nuevos productos o tecnologías, la necesidad de reinventarse para sobrevivir, la incapacidad de entender el alcance del cambio que se está produciendo o algo tan simple como una mala praxis de la dirección, son las principales causas de la quiebra de empresas. Ejemplos simbólicos en los últimos años no faltan, tales como Kodak o Polaroid en el papel foto, Blockbuster en el videoclub, Nokia con los teléfonos móviles primigenios o el sector financiero mundial, “condenado” en 2008 por una pésima gestión de riesgos.
Dos son los factores comunes a estas empresas. El primero, que se vieron “obligadas” a dejar paso a la novedad o el buen hacer, y el segundo, que cuentan con un pasado de esplendor, en el que aparentemente no había espacio para la caída, escenario que sin embargo sí se terminó produciendo.
La realidad es tozuda y así son también los datos sobre la quiebra de las compañías. Por norma general, entre el 70% y el 90% (según la fuente) de las nuevas empresas no son capaces de sobrevivir, lo cual aplica no solo a pequeños negocios, también como los ejemplos previos muestran, a gigantes ya establecidos que son incapaces de frenar un inevitable cambio de tendencia.
El instituto de estadística de la Unión Europea, Eurostat, pone números exactos a estos porcentajes dentro del bloque comunitario. En el gráfico inferior, se comparan dos variables:
- Registro de nuevos negocios (línea azul)
- Declaraciones de bancarrota
Con cierta variación, como es lógico según el ciclo económico, en la Unión Europea quiebran de media 8 empresas por cada 10 que se crean. Es decir, se puede extrapolar que el 80% de las empresas tienen una vida finita bien definida antes de nacer.
Cómo protegernos de las estadísticas
Visto que las cifras dan un porcentaje de desaparición de empresas ciertamente elevado, surge la duda de cómo invertir para minimizar unas estadísticas claramente en contra. La respuesta es sencilla y recurrente, aunque hay inclinación a no hacerle demasiado caso: diversificar. La avaricia tiene un aspecto más seductor que la prudencia, pero cuando de invertir se trata, hay que poner todo el empeño en la segunda, por más que la primera resulte más cautivadora.
No olvidemos que cuando ya hay un patrimonio, lo primero debe ser preservarlo y lo segundo hacerlo crecer, pero como decía Warren Buffet, “sin olvidar el primer objetivo”. Para conservar un patrimonio hay que diversificarlo, dado que no existen soluciones mágicas con suficientes probabilidades de conseguirlo. Pero, ¿qué implica una diversificación efectiva?
- Invertir en diferentes clases de activos que se comporten de manera distinta. Aunque suene contraproducente, en nuestro patrimonio debemos tener inversiones que vayan mal en un entorno determinado, pero bien en otro, y a la inversa.
- Extender el alcance de las inversiones a nivel regional y sectorial. Un error muy extendido es pensar que se conocen mejor las empresas locales, por cercanía, cuando la realidad es que ni se sabe ni se entiende, más aún cuanto más grandes son.
- A nivel de compañía, hay que saber poder invertir en todas, tanto las buenas como también las malas, porque nunca se puede saber al 100% quién sobrevivirá y quién no. ¿Por qué Nokia, Polaroid, Blockbuster o Lehman y no sus competidores más directos?
- Vigilar muy bien los riesgos, como la liquidez, la concentración o el apalancamiento, críticos todos ellos en momentos de estrés de mercado o de crisis.
- No intentar buscar el momento perfecto para invertir. Se puede acertar una vez e incluso dos pero, también aquí, las estadísticas han demostrado que nadie es capaz de hacerlo de forma recurrente. Así que parece más adecuado ir entrando en el mercado poco a poco, capturando tanto los momentos buenos como los malos.
En definitiva, invertir no consiste en acumular las empresas que mejor suenan en cada momento dado el riesgo que conlleva concentrar el patrimonio en pocas ideas. Al contrario, el enfoque ha de ser el de comprar el flujo de caja que generan todas las compañías del mundo, con un enfoque “maximalista” y siguiendo un proceso con el que minimizar los riesgos, tal y como supone la política de inversión basada en objetivos y necesidades.
La información difundida en este blog tiene una finalidad únicamente divulgativa. Cada persona es responsable de su política de inversión y Finletic no asume ninguna responsabilidad sobre sus acciones. La información está actualizada de acuerdo a la fecha que indica cada artículo.